martes, 2 de septiembre de 2014

LAURA HART O LOS VESTIGIOS

Laura Hart o los vestigios.
Roberto Follari

La conciencia humana es apenas una pálida luz en la vasta configuración de los hechos y las cosas. E l mundo contiene más elementos, meandros, objetos, sucesos, que los que pudiera soñar nuestra filosofía -como ya destacara Shakespeare-. De las miles de hojas de árboles que existen, sólo unas pocas recogen la iluminación de una mirada. De las inumerables perspectivas posibles de una ventana o una puerta, sólo una pocas llegan a plasmarse, a teavés de alguien que las pone en foco.

A su vez, la conciencia privilegia el presente, y el pasado se ahoga en la insondable oscuridad del olvido. Es decir: si en todo presente hay un mundo de hechos que nunca se hacen concientes, en todo pasado hay muchísimos hechos que alguna vez fueron concientes, y luego se borran. Doble borradura: lo que nunca se advirtió, y lo advertido que se olvida. De modo que el mundo a sido siempre más, y siempre otra cosa y otras cosas, que aquello que somos capaces de retener como memoria.

Eso es la historiografía, sin duda. ¿Qué podría retener toda la Biblioteca de Babilonia, que no fuera una pálida remembranza, de la cual la mayoría de la realidad ocurrida estuviera excluida?. Si la escritura jamás es un simple reflejo de lo real, hay que admitir que es una producción dentro de lo real mismo; y que esto real, excede y desborda por todas partes a la posibilidad de retenerlo o circunscribirlo.

Así, lo que sabemos sobre otras épocas no pasa de una evocación vaga e indefinida. Referencias generales, nombres de personajes públicos bajo los cuales se amontonan los millones de nombres que ninguna memoria ya rescatará, hundidos en el silencio. No sabemos bien a cerca de como fue la cotidianidad en el siglo XII o XVI, pero menos aún barruntamos quiénes fueron, -en concreto- los que amaron y sufrieron en aquellos tiempos remotos.

Y sin embargo, somos el fruto necesario de esa historia. El resultado, el desemboque objetivado de una serie de hechos que ni sospechamos, ni jamás conoceremos. Somos el efecto de una cifra necesaria que se nos ofrece a los seres humanos como incógnita, pero que en el libro de Dios -si es que se diera su existencia- estaría escrita. Alguna Omnisapiencia que pudiera abarcar todos esos hechos no sabidos del pasado, podría advertir en qué medida somos -como presente- su producto inmanente. De algún modo, podemos retomar la idea de Laplace sobre causalidades encadenadas, que desde un punto de lo cual permitirían idealmente reconstruir todo el pasado.

Laura Hart apuesta explícitamente a la memoria. A lo que ella tiene de evocación y de oblicuidad, a lo que guarda de esfumativo y de insistente. Porque la memoria es precisamente la luz de la conciencia en el decurso ciego del devenir de la materia: es el rasgo de lo humano puesto sobre el pasado. Pasado que al constituirnos, es una clave silenciada de nuestro presente.

Su rescate es la afirmación de aquello que no hemos sido -en cuanto eventos que no nos tocó vivir, tiempos que nos fueron ajenos-, y a la vez de eso que somos en tanto bajo la diferencialidad de cada época habita la universalidad de ciertas estructuras unánimes de la experiencia humana-.

Tales trazos, tales huellas recreados vividamente en las obras de nuestra artista, son precisamente eso: indicios, vestigios desde los cuales podemos evocar lo que nos excede, imaginar lo que no está presente, llenar desde la personal experiencia de cada uno, aquello que -en tanto desconocimiento del pasado- es sólo un previo vacío de significados.

Porque esa es la función del signo: hacer presente la ausencia, mostrar algo que no está. La escritura es forma compleja y quintaesenciada de esta posibilidad. Y también la pintura. Aquella que Laura Hart reasume, al recordarnos la inscripción rupestre, sin pretender ella misma -sería un obio contrasentido- producir pintura rupestre.

Todo original es copia, nos ha señalado algún filósofo. Nuestra artista no pretende, por tanto, restaurar situaciones del mundo mal llamado “primitivo”, ni retrotraernos en el tiempo a algún mítico y supuestamente perfecto mundo tribal. Pinta desde el presente, y desde las interpelaciones que este le formula. No se trata de “volver” a ninguna parte, menos aún a ese pasado donde nunca estuvimos. Se trata de construir una actualidad, un acontecimiento, un acto. Acto de descentramiento en relación a las restricciones que ese presente nos impone, para derivarnos hacia el atisbo de la abismática vastedad del pasado, para apresar por los signos su radical ausencia y extemporaneidad, a través de la magia recuperadora de las marcas que la pintura implica.

No estamos -entonces- ante un ejercicio de nostalgia, sino frente a una revivificación de vestigios, una resignificación nuestra: diferencial para cada uno, y hecha para el hoy. Un acto de decodificación del presente, en tanto este se muestra cerrado para las huellas de aquellos tiempos de silencio, de escansión lentas de las horas, de ambiente previo a toda instrumentalización e industrialización.

Alguien podría suponer que la simplicidad de las evocaciones pictóricas es muestra de un arte que no suponga una ardua construcción. Cometería sin duda un error. A lo simple se llega por lo complejo, salvo que nos mantengamos en la simplicidad de lo insignificante o lo vacuo. Cualquiera sabe que el lenguaje mesurado y escueto del último Borges, o el de Juan Rulfo, son el tramo final de un vasto conocimiento y una larga condensación y destilación.
Fuera de todo paralelo -del cual no es aquí el caso-, es de destacar que lo que parece ingenuidad y espontaneidad, es fruto del trabajo y de la aplicación, implica el desemboque de procesos prolongados.

Un aspecto principal de esa actividad, ha sido la investigación previa a la que se ha dedicado la artista, junto con un reducido grupo de arqueólogos y estudiosos del pasado regional. En un esfuerzo enormemente promisorio -que no deja  de implicar inevitables complicaciones-, se ha acercado a diferentes disciplinas para el rescate de aquellas pinturas seculares. E incluso, se ha permitido la posibilidad de hacer confluir el arte con la ciencia, buscando una mutua fecundación que potencie sinergéticamente a cada uno. Si se sabe mantener los límites y respetar las diferencias -como en este caso sucede-, es decir, si el arte no pretende superponerse a lo científico sino servirse de ello para su propia y especifica función, nos hallamos frente a un encuentro fructuoso, y por cierto nada común dentro de lo que habitualmente nos es otorgado.

Porque en las pinturas de Laura Hart se evoca la historia, si, pero no cualquiera. Es la regional, la de la zona, la del Oeste argentino. En especial desde Calingasta, al sur de San Juan, hasta Malargüe, en los límites australes de Mendoza. Reapropiación de la propia región, en épocas en que a menudo se la sepulta en el vértigo de la globalización mediática, o -en un movimiento contrario- se la mistifica toscamente por un telurismo gauchista que poco responde a nuestra concreta historia.

En tiempos de movimiento centrífugo de la experiencia, cuando con un botón nos instalamos vicariamente en Tokyio o en Madrid; cuando la territorialización de la identidad se desplaza, y somos “hombres de ningún lugar”; en tiempos de una neutra tendencia a lo cosmopolita homogeneizado, tiene pleno sentido reasumir lo propio. Sin exclusivismos ni apartamientos de lo internacional -muy por el contrario, Hart ha trabajado largamente en Francia-, se trata de instalar por el arte nuestro peculiar lugar del mundo. Misión ciertamente nada fácil.

Signos, evocaciones e indicios de nuestro propio pasado fulguran -reconfigurados- en la tersa puesta en objeto que hace nuestra arista. Está en la mirada de los lectores, en su propia capacidad de asociación y de aperturas, que sea ese el disparador de un estallido de sentidos, que en el aquí y ahora reinstalen la densidad de aquel legado.

*Roberto Follari, Profesor de la Facultad Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional de Cuyo.

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